En defensa de los inmigrantes
José Del Pozo
Marco Micone es un profesor de literatura francesa, traductor y escritor; llegó de su Italia natal a Montreal en 1958, a la edad de trece años. En aquella época, a causa de las particularidades del sistema escolar quebequense, los inmigrantes estaban obligados a educarse en inglés, y al llegar a la edad adulta defendían, en su enorme mayoría, la opción federalista. El joven Micone siguió el camino inverso: el francés se transformó en su lengua de expresión principal, y abrazó la causa de la independencia de Quebec, votando a favor del “Oui” en los dos referendos, de 1980 y 1995.
Su nombre es conocido en los medios literarios, como autor de obras de teatro y de un libro compuesto por textos diversos sobre el fenómeno migratorio, Le figuier enchanté (1992). Micone escribe frecuentemente sobre la inmigración, la integración y el sitial que se le otorga a Quebec al interior de Canadá. Un ensayo suyo, que reúne diversos textos sobre estos temas, On ne naît pas Québécois, on le devient, acaba de ser publicado (Del Busso éditeur, 2021, 132 p.) Sus ideas pueden ser de interés para todos los inmigrantes, cualquiera que sea su origen, razón que ha motivado esta crónica.
Micone se preocupa esencialmente de tomar la defensa de los inmigrantes, acusados equivocadamente, de ser responsables de la (supuesta) declinación del francés en el Quebec actual. Si muchos de ellos han elegido el inglés, ello se debió al error cometido por el sistema escolar quebequense, que hasta antes de la ley 101, de 1977, los empujaba sistemáticamente hacia las escuelas protestantes anglófonas. Esa ley, afirma, debió haber sido aprobada mucho antes.
Pero el autor va más allá, afirmando que es un error hablar del ocaso del francés, ya que el porcentaje de personas que emplea el francés como lengua principal dentro de su familia es prácticamente el mismo desde 1971 a 2016 (60). Esta afirmación, como algunas otras, puede ser cuestionada por otras estadísticas, pero expresa el pensamiento del autor, que es rotundo al respecto: el francés no está en peligro (39).
Para Micone, es también injusto acusar a los alófonos de haber hecho fracasar el proyecto de independencia en el referendo de 1995 (recuérdese la declaración-choc del primer ministro del PQ, Jacques Parizeau, sobre el “voto étnico” al darse a conocer el resultado final), cuando la opción federalista triunfó por muy escaso margen, ya que, “il est absurde de demander aux allophones de se muer en souverainistes en quelques années, alors que l’appui des francophones à la souveraineté, selon les sondages, dépasse à peine 50%, plus d’un quart de siècle après la fondation du Parti Québécois” (53) Argumento que tiene fundamentos, pero que deja la duda en el lector, ya que Micone no indica la fecha en que se hicieron los sondeos, y tampoco sabemos en qué año fue escrito cada uno de los textos que forman el ensayo, lo cual impide calibrar el contexto de sus razonamientos.
Un aporte del autor es el hecho de considerar el contexto social cuando se trata de comentar la situación del francés o la cuestión de la integración.
Así por ejemplo, destaca como algo positivo que solamente un 6% de la población alófona o anglófona no tenga nociones de francés, lo que aporta otro elemento en su argumentación para desmentir el ocaso del francés. Pero al mismo tiempo recuerda que el 20% de la población, la mayor parte compuesta por francófonos, es analfabeta (66). En esa misma perspectiva, se pregunta si el solo hecho de hablar francés es garantía de estar integrado a la sociedad, ya que existe “une marée de chômeurs, d’assistés sociaux et de petits salariés francophones. Faut-il les considérer comme intégrés du seul fait qu’ils parlent français? Ne sont-ils pas des exclus? On ne naît donc pas Québécois, mais on peut naître exclu et donner parfois l’exclusion en héritage » (86) Juicio este último que se presta para debates, ya que el autor minimiza el factor cultural, privilegiando el económico y social. ¿Puede decirse que un ciudadano francófono, de bajos ingresos, no puede ser considerado quebequense mientras no alcance un mejor nivel de vida, aunque conozca la música, las tradiciones, las costumbres de la mayoría francófona?
En varias páginas del libro, Micone se muestra de un gran optimismo con respecto al futuro de la opción soberanista y de la supervivencia del francés. “Nous, les Québécois, sommes très majoritairement et irréversiblement francophones » (66). Su optimismo se refleja también en sus opiniones sobre la nación. Para él, la “nación quebequense”, que se caracteriza como « pluralista, democrática y laica”, está compuesta por todos, tanto comunidades autóctonas, la comunidad anglófona, comunidades inmigrantes y la mayoría francófona. “Nul ne contestera que chaque membre de ces communautés soit un Québécois à part entière » (65-66) ¿Será realmente así? No es seguro que los autóctonos compartan esta opinión. Y esta situación se manifiesta, según él, en la literatura quebequense, « la somme des œuvres littéraires produites par ces communautés, qu’elles soient écrites en français ou en anglais ou dans l’une ou l’autre des langues autochtones» (68). Se puede imaginar que el autor también incluye la literatura escrita en alguna de las múltiples lenguas de los inmigrantes, pero ¿tienen éstas la misma capacidad de difusión que aquellas escritas en la lengua de la mayoría?
En varios de los textos, el autor ataca directamente las políticas del gobierno de François Legault y de su gobierno “nacionalista de derecha”.
La afirmación de éste, según la cual “menos inmigración, mejor integración”, carece de todo fundamento científico. Se pregunta –con razón, nos parece- a partir de dónde se puede fijar el umbral de la “buena inmigración” (85) Denuncia (sin nombrarlo) al ministro Jolin-Barrette por la “brutalidad” con la cual envió a la basura 18,000 demandas de inmigración, al comenzar el gobierno de la CAQ. Critica el escaso interés del gobierno caquista en mejorar la condición de los pobres,, “armée de réserve vouée aux tâches les plus ingrates et les plus dangereuses” (113). Fustiga la ley sobre la laicidad, destinada a resolver la “amenaza imaginaria” representada por los musulmanes. Dirige también algunos dardos al PQ y a Bernard Landry, que antes de 1995 impidieron que Giuseppe Sciortino, abogado de origen italiano, fuese candidato por el PQ en el condado de Mercier, para imponer en su lugar a un candidato francófono “de herencia canadiense francesa”, maniobra que califica de “nacionalismo mezquino” (90).
En entrevista reciente en Le Devoir (3-07) el autor explica que su apoyo a la causa de los francófonos quebequenses nace de su propia experiencia, cuando hizo un viaje a Roma, a la edad de once años, a una reunión de jóvenes de distintas regiones con el Papa. En esa ocasión, fue agredido por los participantes originarios de Italia del norte, que se burlaron de su condición de hijo de campesinos del sur del país, y de su italiano dialectal. Al llegar a Quebec, poco después, se sintió solidario con un pueblo que percibía como otra minoría maltratada por el resto del país. Pero Micone especifica que eso no debe llevar a los francófonos quebequenses a repetir la relación “dominador-dominado”, haciendo un llamado a respetar a los inmigrantes. Tal es el mensaje de su libro.