De Santiago a Montreal : reflexiones sobre un nuevo marco de vida
JOSÉ DEL POZO
HISTORIADOR
Montreal cumplió hace poco 375 años. Este aniversario invita a hablar de la ciudad, recordar su historia, citar testimonios de sus habitantes, muchos de ellos venidos de otros lugares, dando así cuenta de sus impresiones al cambiar su marco de vida. Es lo que hago en estas líneas, recogiendo algo de mi experiencia y de los que llegaron conmigo, hace 43 años.
Mi “choque cultural” no fue muy grande, ya que pasé de una metrópoli a otra: Santiago, la ciudad donde vivía, tiene ciertas similitudes con Montreal, en relación a su tamaño y número de habitantes. Las largas distancias dentro de la ciudad, el ajetreo del tránsito, la presencia de una modernidad más avanzada, con el metro aún en construcción en Santiago, las autopistas y los grandes centros de compras, entonces inexistentes en Chile, tampoco nos hacían sentir que nuestra vida hubiese cambiado demasiado. En cambio, echábamos de menos la cordillera de los Andes, esa referencia indispensable para orientarnos, sobre todo cuando nos hablaban del este y del oeste.
Algunos aspectos de la vida cotidiana nos hacían sentir en país extranjero. Las calles, especialmente en los barrios, nos daban una impresión de soledad, sobre todo en invierno: pocos niños, escasas personas caminando, ausencia de quioscos de diarios, de lustrabotas. En los primeros años, eso acentuaba nuestra nostalgia de un paisaje urbano más humanizado. Cuando nos hablaban de galones en vez de litros, de grados Fahrenheit en vez de Celsius, de pies y pulgadas y no de centímetros, también teníamos la sensación de haber perdido nuestras referencias habituales. El frío del invierno, mucho más acentuado que el de Chile, fue también, evidentemente, otro factor de cambio, que si bien deprimió a algunos, para otros, transformados en amantes de la nieve, constituyó una novedad exótica.
Tardamos en comprender que en este mundo desarrollado había también pobreza. La ausencia de rejas y murallas alrededor de las casas parecía indicar una sociedad sin conflictos, bastante igualitaria. Comencé a ver que todo no era así el día en que entré a un banco, el día primero del mes, y me encontré con una cola de gente, formada por personas de aspecto distinto a lo habitual, con una gordura malsana, una expresión de cansancio en los rostros. Eran los que iban a retirar su cheque del BS, institución que no conocíamos.
Fue en sus aspectos humanos y culturales que nos encontramos con una sociedad muy diferente. Dejamos un país mestizo-blanco, relativamente homogéneo, para encontrarnos con una diversidad étnica que nos hacía viajar por el mundo y hacernos descubrir culturas nuevas: judíos, musulmanes, hindúes, haitianos… Nos dimos cuenta de la separación de Montreal entre los sectores anglófono y francófono, divididos por la calle Saint Laurent, pero que no era tan absoluta como parecía. Esta diversidad se expresaba también en las ofertas culturales, en la música, en el arte, en las librerías y en las noticias, que nos entregaban una información mucho más variada y directa de lo que ocurría en otros países. Así, hemos pasado de vivir en un país alejado, con escasos contactos directos con el resto del mundo, a otro que era parte del centro del universo, donde gente de diversos orígenes y culturas coexisten, a veces con ciertas tensiones, pero respetándose. Y quizás esto último ha sido el principal legado que Montreal nos ha entregado.